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San Martín: El autor 2012 ISBN 978-887-33-0957-4 CCD B863

sábado, 24 de enero de 2015


Yo soy la madre:
        
Cuando “la tela del alma”  se siente inmaculada.
Cuando el “andar” sobre los días no tiene vestigios de una realidad tajante.
Cuando en nuestro cuerpo todavía reluce la ilusión con que se viste la ingenuidad, ese, es el tiempo en que la mirada copia “el paisaje ideal”.

-¿De que estoy hablando? ¿Solo divagar?
     Tal vez, solo de mi vida adolescente.
     Sí, de ese estado de adolescencia.
    De mi pantalón rosa que se ajusta tan bien a mi figura. De la sonrisa que quiero que viaje por el aire para endulzar la mañana. Del intento cotidiano –en el pasado- de robarle una mirada al chico de ojos melancólicos que vive a la vuelta de la esquina.  De mi tiempo dedicado al espejo y su secreto. De ser hija, que es maravilloso pero también, cómodo y egoísta. De crecer hasta ahí, no más ¿para que? (jajaja). De ser irresponsable y caprichosa. De sentir que puedo adueñarme de mi –de vez en cuando- para “atropellar” la vida. De probar, como son las armas para seducir. De que lo femenino está latente, a flor de piel. De eso estoy hablando y de mucho más, porque me “rebalsan” las palabras.
  Hoy, pido disculpas pero me empuja una conducta irreverente. Le quiero perder el respeto a lo debido. Necesito ser ese alguien que cuenta su propia historia y de esa manera  –según me dicen- me transformo en una “combatiente”. 
     No es mi intención la de recrear mi adolescencia para hacer un ejercicio de nostalgia. Pero tal vez, sea ese el tiempo en que todos mis sentidos estaban en su máximo esplendor. En que podía  “ampliar” o “ajustar” la sintonía de mi sensibilidad y no me daba cuenta. Ese, es el tiempo en que el “carisma seduce pero lo importante es sentir la amistad”. Es, también, el tiempo del colegio, “donde prevalece tanto lo colectivo como lo particular”.
      Por supuesto, nada nuevo estoy diciendo pero tampoco, está todo dicho. Porque,  posiblemente, al ser cada uno particularisimo, tengamos cosas distintas y –tal vez-  asombrosas, para resaltar. Ese -el de la adolescencia, quizás- sea el tiempo en que crece fuerte nuestra afectividad aunque no sepamos dimensionarla. Afectividad hacia nuestra familia o al que queremos,  sea esa la persona que intentamos acercarnos por atracción. Sea una amistad.
      Y ¿que hay de nuestros corazones?
      Alguna vez, mi corazón adolescente, se “escapó” de mi cuerpo para demostrarme,  en definitiva, que nunca esta “ausente” de nuestros actos y de las circunstancias. Que hasta puede delatarme con su batir tan fuerte. Él puede emitir vibraciones que responden tanto a lo sublime como a la “bronca” y así, nadie dirá que solo es una cuestión de la mente”.

-¡¡ Protesto!! Siempre tengo en cuenta lo sanguíneo. Es de allí que se crea mi sentir intenso y apasionado.
      Existen variadas razones por la que uno quiere exponerse ante los demás. Más de uno pensará en que solo hay intención de alimentar vanidades pero tengan en cuenta también, que una historia puede traer algún entendimiento de lo que acontece y entonces, tiene algún valor.
    Es a esta “altura” de lo enunciado, que se estarán haciendo Ustedes, la misma pregunta.
-¿Porqué hablar tanto de la adolescencia?
Es que significa para mi un encuentro que me marcó para lo que iba a venir.
Les cuento:
            Mi hermano menor se accidentó. Una fractura en la pierna nos obligó a  movilizarnos con cierta urgencia hasta el Hospital de Niños. Al estar convaleciente él, quedó internado y mamá y yo, nos turnábamos para cuidarlo.
      Por supuesto, no podía abstraerme de lo que pasaba allí. Ver niños enfermos es de las peores imágenes que la realidad puede traernos. Mi mente adolescente fue “shoqueada”. Aquí “ataca” la realidad más cruda. Sí algo puede lastimarme, volverme demasiado vulnerable y despertar mi sentido solidario, fue aquello y lo hizo con una profundidad tal, que marcó un cambio interno para siempre en mí.

     La protagonista principal fue una niña pequeña discapacitada que se movía en silla de ruedas y que fue abandonada por sus padres. Se le podía leer en cada gesto el desamparo, la orfandad, la necesidad de ternura. La niña, por su propio fulgor, fue iluminando aquella parte de mí, que aún estaba oculta. Ella no comía y su estado de deterioro era continuo. Sin embargo, creyendo que podía aportarle algo, lustré mi mejor sonrisa, me acerqué y la respuesta fue inmediata. El rostro de la niña enseguida copió mi rostro y su abrazo me hizo temblar. Mis primeras lágrimas me inundaron por dentro. Su primer abrazo creó, la fuente de luz que da más brillo a mis ojos. Ahí estaba yo abrazada a una niña, que la vida solo le dejaba la ínfima posibilidad de luchar para subsistir pero sin “armas”, sin siquiera poder atarse a la ternura de alguien que tanto le hacia falta en esos cruciales momentos. Y yo, con la certeza de que la ayudaría pero, circunstancialmente. Se fue recuperando y las sonrisas eran parte de todo su cuerpito.
      Al poco tiempo, cuando le dieron el alta a mi hermano, me “despegué” de ella. Lo digo así, de esta forma tan liviana pero yo la sentí como si me hubiese “pertenecido” y alejarme fue, mi primer desgarro profundo.

La niña-mujer, plena de vida, profundo suspira 
para liberar la garganta que se le “anuda” y la sofoca.
Muchos días, se ocupó de pensar en el “angelito”
que la hizo temblar en el hospital,
cuerpito frágil-sonrisa fácil, sin encontrar solución.
Allí, dentro suyo, se mueve con vida propia
la “huella fosforescente” que la cambió.
   
     Parece que la vida ya no es tan fácil, aún con esta mirada adolescente, con todo lo que me queda por vivir. Sin embargo, “la vida sigue igual” dice mi ídolo Sandro de América. 
     Crecer bien querida además me dio el privilegio de elegir. Estudiar, prepararme para lo que siento como vocación. Ejercer mi vocación, divertirme, elegir a mi marido amado y proyectar. Eso incluía tener hijos y están aquí conmigo.

     Cuando nació mi hija Valencia y supe que, definitivamente, ella es distinta a todos nosotros con respecto a sus facultades para realizar lo que nosotros podemos hacer, enseguida, lo asocié con la niña que me encontré en aquel hospital, cuando era adolescente. También, supuse un castigo infinito hacia mi persona. Como que la mirada de Dios congeló aquella escena en el pasado para después convertirla en una realidad para mi vida.
      Busque consolarme en las palabras de poetas desgarrados por el sufrimiento y la zozobra, por creer que una mente más lucida podía tener respuestas. Revisar cada instante es mi consigna desde que nació. Desenmascarar en lo profundo el desencuentro de mis emociones. Entrar en las contradicciones de aceptar o no a mi propia hija en estas condiciones. Superar el dolor que implica por siempre, llevar “el estigma de la culpa”.
       El renegar tantísimas veces de la vida que me toca y volver a intentar superarlo. Sí, sentir que alguien te lastima con la mirada despectiva o con aquella misericordiosa.
     “Descarnarme” para que solo mi espíritu luche y al hacerlo se fortalezca. Así, comprender la vida, tal vez, signifique que el dolor está en ella como todo lo demás…existe todavía en mí, la llaga que no termina de curarse.
       Se sumaron incontables días de llanto y en mis oraciones a Dios, incluía siempre, la pregunta de ¿porqué a mi?
        No hay ninguna respuesta. “La vida es la vida”. Darle cabida a un ser omnipotente es una cuestión de fe y esa fe no claudica conmigo. Creo en Dios. Pero es una cuestión Divina, tal vez y solo es mí parecer, que sepamos apreciar la vida. No solo para una madre, sino todos, sin distinción de género, aquellos que deseamos engendrar vida, que quisimos o quisiéramos tener hijos, sabemos que vivir ese momento del nacimiento de nuestros hijos nos entrega una alegría, un regocijo indescriptible. Quizás, el punto “más alto” en que se desarrolla nuestra afectividad. El instante en que se hace tan  “amplia” nuestra capacidad de querer.

       La alegría que nos ilumina tiene que ver con el esplendor. Aprender a que la vida es valiosa en si misma y que cada uno puede ser esplendoroso por un instante o por mucho tiempo es comprender. Es ese esplendor fugaz o perdurable tan conmovedor que nos penetra, que se instala en cada uno de nosotros. Es lo que hace el fundamento que la vida “valga la  pena vivirla”.
       Entonces, observar a mi hija todos los días aunque muchas veces estuve a punto de zozobrar, tiene el “plus”de hacerme conocer su esplendor, gozar con ella cuando intenta  contagiarme su alegría. Observar momentos de cómo se instala en ella esas “ganas” de vivir y que a la vez me alimenta.
       Recién, después de todo eso, reivindicar a la “madre”, reinventarla. La madre es esa columna firme que no tambalea con el viento de las más tortuosas pesadillas ni en las tormentas en que se quiebran hasta las estructuras más fuertes. La madre es el “anclaje” que supera el vendaval.
-Insinuarme que estás pronunciando, aunque sea en tus pensamientos, esa palabra milagrosa, “mamá”, me derrite. Besarte desde esta mañana sintiendo tu piel suave, tu carita fláccida, tu olor a bebe. Mi brazo que te rodea, te protege, te moldea, te abraza y te acaricia, mis manos que te visten y te desvisten, mi brazo que se alarga, que te levanta. Mi brazo que te sostiene contra  mi cuerpo porque así, nuevamente, nos hacemos transparentes, nos fundimos, nos traspasamos, nos pertenecemos, nos alentamos.
      La madre soy yo. La persona que “siente” a su hija. La que descubre en mí, el porque. Allí, en lo profundo, se “resuelve”. ¿Quién más? sino “ella” y yo, pueden elaborar con tanto empeño cada instante de ternura ¿Quién más? podría ser sino “ella”y yo, quienes tengamos esta posibilidad de sentir la vida en una dimensión superlativa... ¿quien más?
        Esa es la madre y la niña y… es “la negra”.
-¿Quién es la “negra”? ¿Acaso la masa de carne inerte que tiene rostro pero sin ninguna expresión?
        “La negra” vibra, tiene música propia y es un ínfimo movimiento el que emite un sonido con sutileza…”la negra” es la canción de cuna que inventó mamá para recrear sus más íntimos sentidos…“la negra” y mamá, una conjunción indisoluble. “La negra” es la única razón y es la que abre su alma y solo despierta para recibir ternura…“la negra” sonríe para premiarnos… y mi brazo de mamá es tan fuerte como el acero y está, tan bien templado como el espíritu de la “combatiente” más feroz. 
     A propósito de “combatiente”, el tomar una “tribuna” para contar lo que uno siente es quizá, una posición de privilegio y no puedo dejar de aprovecharlo. Desde aquí, escuchando mi propia voz intento algo más pretencioso. Golpear como una luchadora donde más duele para no pasar inadvertida. Desde mí adentro la palabra surge de lo vivido, de la descarnada realidad. De la que más ofende.
     Tengo una idea, de llamar Esperanza a aquellos que nos conmueven porque actúan con una moral solidaria. ¿Sabemos que es eso? Eso es solo un luchador arraigado con  mirar al próximo y tenderle una  mano. Aquel que ayuda, aquel que se vuelve imprescindible.  Sin ellos, no podríamos seguir adelante.

     Pero siempre son tan pocos los que aportan. Los imprescindibles tienen o tenemos que multiplicarnos. Para eso estoy aquí, perdiéndole respeto a lo debido. Reclamando el derecho de ellos –nuestros hijos- de ser tratados como personas con “capacidades diferentes”.
    El ser solidarios no implica donar o aportar bienes sino también, respetarlos. Respetarlos significa que deben tener su lugar. ¿Que vida es esta, en que muy pocos de estos niños, reciben lo que necesitan? ¿Por que hacerles sentir tanta indiferencia que, seguramente, los hiere aún más?”

Perezcuper (Extraído de "Tratado del viento" páginas 45 a 49 )

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